La abeja en la ensalada
- Eleonora Lemo Estrada
- 27 may
- 3 Min. de lectura
©Eleonora Lemo Estrada
27 de Mayo 2025
Mis hermanas me llamaron para decirme que la comida ya estaba lista. Yo, que no había dormido bien la noche anterior, estaba rendida en un sillón de la sala, a pesar de que era pleno mediodía. El almuerzo no era en mi casa, sino que quedaba a unas cuadras, por eso tuvimos que avanzar por calles peatonales.
En medio de la calle, sobre una mesa de dos niveles, estaban dispuestas todas las bandejas, como en un buffet. Habían preparado muchas ensaladas: pinchos con tomates cherry, acomodados prolijamente en una fuente alargada; otras fuentes redondas contenían hojas verdes, brillosas por el aceite; y al lado, una bandeja llenita de croissants sin gluten exageradamente grandes, con azúcar encima, que me serví sin pensar.
Tomé con la mano unas hojas verdes y, al ponerlas en el plato, sentí que algo se me había quedado pegado al pulgar. Era una pequeña abeja, empapada en aceite, pegajosa, casi muerta. La aparté con cuidado, intentando separar sus alas. La vi moverse con dificultad, por eso no sentí que fuera una amenaza. Era apenas un insecto débil.
Entonces la solté en el aire, y el bichito se elevó hasta alcanzar la altura de un árbol. Se sostuvo y, a medida que cobraba fuerza, se fue agrandando. Su firmeza en el vuelo me hizo temer que la intención del bicho fuera clavar su aguijón. Y en ese momento, la abeja habló. Con una voz humana de varón, dijo:
—Ya sé quién va a ser mi próxima víctima...
Suspendido en el aire, señaló a un hombre que paseaba un perro. Sentí alivio por un instante, a pesar de que me daba mucha lástima el señor. Me apresuré a tomar mi plato, mi celular, mis lentes.
Pero antes de que pudiera moverme, el insecto descendió y se colocó frente a mí. Ya no era una abeja. Era un hombre retacón, blanco y de pelo muy corto; tendría unos cuarenta años, y una sonrisa torcida, malévola.
—¿A dónde vas? —me dijo—. Tú eres a quien quiero picar.
—¡Pero yo te salvé! —le grité—. Te estabas por morir, y yo te salvé.
—Yo no quería —me respondió, con desprecio.
Entonces me escupió. Un fluido espeso salió disparado junto con una espina. La espina se me clavó en el brazo derecho. Sentí un dolor agudo, como si una aguja se hundiera en mi carne.
Corrí. Mis piernas pesaban. Cada paso era una lucha: los zapatos se pegaban a los adoquines de la calle.
Logré llegar a un edificio con muchas personas adentro. Entré a un vestuario de mujeres. Había varias allí. Les grité, desesperada:
—¡Un hombre me está siguiendo! ¡Me quiere hacer daño!
Las mujeres no dudaron. Lo atraparon. Lo acorralaron con palabras firmes, lo abrazaban. Él no pudo salir, pero no paraba de gritar:
—¡Suéltenme, malditas! ¡Que me suelten, les digo!
Escapé por la misma puerta por la que había ingresado. Corrí, corrí con todo lo que me quedaba.
Cuando por fin llegué y vi a mi familia esperando para comenzar a comer, recordé mi plato, el croissant, mi celular, mis lentes... Había perdido todo, pero estaba a salvo. Ellos me miraron con preocupación.
—¿Dónde estabas? —me preguntaron.
Les conté todo, con la voz entrecortada, todavía temblando. Nadie habló por un momento. Solo me escuchaban.
Y entonces... me desperté.
Aliviada.
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