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La imagen de mis padres

Actualizado: 20 jul 2024

Eleonora Lemo

15 de diciembre 2021


La imagen de mis padres


Pasaron cincuenta años, y hace unos días, pensé en mi madre. En muchas ocasiones la tengo en mente y tiendo a juzgarla. Aunque también la contemplo con compasión, ante todo le rindo homenaje y le agradezco.


Sin embargo, esa mañana en particular, me levanté recordando un día de mi infancia. En ese tiempo, ella solo tenía obligaciones con respecto a nosotros. Me pregunto si era feliz haciendo lo que hacía: levantarse a las siete de la mañana o incluso antes, y no detenerse hasta la noche. Su propósito era ser madre y ama de casa, criar a sus hijos, alimentarlos, vestirlos, educarlos y regresar a su cama exhausta de cansancio, seguramente deseando hacerlo mejor al día siguiente. Pero llegaba ese día y la energía de la mañana ya se desvanecía cuando nosotros estábamos con los colchones empapados de orina, la montaña de ropa sin secar en el corredor y la humedad que penetraba las paredes, flotando en el espeso aire de invierno y soledad.

No recuerdo a mi padre en ninguna de esas escenas. Él se levantaba, se afeitaba, jugaba con nosotros. Nos sujetábamos de sus tobillos y el caminaba arrastrándonos por el piso. Una pompa de espuma de afeitar en la nariz, perfume, la camisa blanca que mi madre había planchado el día anterior, el nudo de la corbata, el cinturón, la línea del pantalón perfectamente recta y marcada, las medias negras secas y aún tibias gracias a la estufa de queroseno. Lustraba los mocasines de cuero negro, que eran enormes en comparación con mis pies y que mis piernas. El cabello se le formaba en rizos negros a medida que se secaba tras la ducha. Me gustaban mucho los rizos de mi padre. Usaba lentes con gruesos marcos negros, gemelos en los puños de sus camisas y un saco azul marino brillante e impecable.

Antes de salir, realizaba una llamada a Radio Taxi: "Un taxi para Gaspar", porque mi padre era una persona importante y todos los taxistas lo conocían. El aroma del portafolio de cuero azul; su interior era uno de mis lugares favoritos. Le daba un vistazo, revisando que no faltara nada, movía algunas cosas y colocaba la lapicera Parker en su bolsillo izquierdo. Luego, el sonido de los herrajes al cerrar su maletín, señal de que el taxi ya estaba en la puerta esperándolo.

Y miraba cómo él se subía al coche, con sus piernas largas, inclinando su cabeza. Sabía que cuando volviera esa noche, me traería chicles Adams de colores, con su sonrisa. Y antes de ir a dormir le pediría un tango para volar por los aires y reírnos a carcajadas. Mi madre, en silencio, disfrutaba de esos momentos, como un espíritu.



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